plano de la casa de Samsa,

plano de la casa de Gregor Samsa, por Nabokov

sábado, 18 de diciembre de 2010

semblanza de G. BÜCHNER-Elias CANETTI(de La conciencia de las palabras)//BERG-HERZOG-WAITS

GEORG BÜCHNER

Discurso pronunciado en ocasión de la entrega del Premio Georg Büchner

SEÑORAS Y señores: Agradecer una distinción concedida en nombre de Büchner me parece un acto extremadamente temerario. Pues uno agradece con palabras, Y ¿quién, al nombrarlo, podría no tener en mente las suyas? ¿Quién, en cualquier país del mundo, tendría derecho a colocar sus propias palabras junto a aquéllas?

Quisiera, pues, decir tan sólo algo muy simple: que no conozco distinción que me haya honrado tanto como esta, y que me siento dichoso de haber podido recibirla. Agra­dezco a la Academia Alemana de Lengua y Literatura, agradezco al Land de Hessen Y agradezco asimismo a la ciudad de Darmstadt, con los que de año en año nos sen­timos más en deuda por haber sido la cuna de dos de los espíritus más libres y preclaros de la humanidad: Lichtenberg y Büchner. . .

No soy ningún experto en la literatura especializada sobre Büchner. Y es muy discutible que tenga algún dere­cho a hablar de él ante ustedes, sin duda buenos conoce­dores de dicha literatura. Si hay algo que hable aquí a mi favor, algo que pueda aducir como excusa, es el hecho de que Büchner transformó mi vida como ningún otro escritor ha conseguido hacerlo.

La sustancia peculiar de un escritor, aquello que en él resulta inconfundible, se va formando, creo yo, en unas cuantas noches que se distinguen de todas las demás por su intensidad Y luminosidad. Son aquellas raras noches en que se siente acosado pero es plenamente él mismo, a tal punto que es capaz de perderse en su propia plenitud. El oscuro cosmos del que está compuesto, por el cual siente el espacio sin poder concebir aún lo que contiene, se compenetra de pronto con otro mundo, éste ya articu­lado, y el choque es tan violento que toda la materia que flota en su interior, dispersa y abandonada a sí misma, se ilumina súbitamente y al mismo tiempo. Es el instante en que sus astros interiores se ven unos a otros salvando vacíos aterradores. Y en cuanto saben que están ahí, todo resulta posible. El lenguaje de sus signos puede ponerse en funcionamiento.

En agosto de 1931, cuando leí Woyzeck por primera vez, viví una de esas noches. Había pasado todo el año ante­rior inmerso en Auto de fe. Era una vida retirada, una especie de servidumbre fuera de la cual no había nada: las otras experiencias de aquel año habían sido todas re­pudiadas. Pero ya Kien se había quemado con sus libros; de manera muy confusa sentí que mis propios libros com­partían aquel destino. ¿Sería un delito haberle permitido a Kien atentar contra esos libros? ¿Era justo haber sacri­ficado mis propios libros por los suyos? Sea como fuere, éstos me fallaron y de pronto me encontré vacío y ciego en el desierto que yo mismo me había creado.

Aquella noche, pues, abrí el tomo de Büchner y caí en el Woyzeck, en la escena de Woyzeck con el doctor. Quedé como fulminado por un rayo, y encuentro penoso decir algo tan trivial sobre esta vivencia. Leí todas las escenas del llamado fragmento que figuraban en aquel volumen, y como no podía creer que existiera algo así, como sim­plemente no lo creía, las releí todas cuatro y cinco veces. No podría citar nada que me haya impresionado tanto en mi vida, no precisamente pobre en experiencias. Cuando amaneció, no pude continuar más tiempo a solas con mi secreto. A primera hora me dirigí a Viena, a casa de ella, que era más que mi esposa, que llegó a serlo y a quien quisiera saber aquí presente, ahora que ya no está viva. Era mucho más leída que yo: había leído a Büchner a los 20 años. La reñí por no haberme mencionado nunca, ni una sola vez, el Woyzeck, y eso que apenas había cosas que no nos hubiéramos contado. "Alégrate de no haberlo leído antes", me dijo, "¿Cómo, si no, hubieras escrito algo tú mismo? Pero ya que ha ocurrido, bien podrías leer también el Lenz."

Es lo que hice luego en su casa, esa misma mañana, y al leer aquel Lenz, Auto de fe, obra de la que me sentía orgulloso, se me fue reduciendo penosamente y com­prendí lo acertada que ella había estado al actuar así conmigo.

Ésta es la única excusa válida que puedo aducir para hablarles hoy de Büchner.

Pienso en las etapas de la vida de Büchner: Darmstadt, Estrasburgo, Giessen, Darmstadt, Estrasburgo, Zurich, y me sorprende lo próximas que están unas de otras. Tam­bién lo estaban para la gente de aquella época. Hasta qué punto se tenía esta impresión en Darmstadt, al menos con respecto a Estrasburgo, nos lo dice un pasaje de la última carta enviada a Büchner por su madre. Pese a sentirse aliviada de que su hijo hubiera llegado a Zurich, le escribe: "Pienso que sólo desde que te fuiste de Estras­burgo estás realmente en el extranjero; en Estrasburgo te sentía siempre cercano a mí." Sólo Zurich, que en reali­dad no está tan lejos, le parece el extranjero. Es sin duda característico del impulso de la obra de Büchner el que nunca pensemos en estas proximidades. Puede que otros escritores no hayan llegado más lejos: lo encontrarnos digno de ellos. En el caso de Büchner nos invade el estupor.

De todas formas, hay que tener en cuenta la importancia de Estrasburgo en aquel tiempo: la cuna de la nueva literatura alemana, Herder y Goethe jóvenes. Y una jus­ticia tardía nos obliga a destacar, en esos años, la figura no menos decisiva de Lenz. Recuerdos que para Büchner aún no tienen más de sesenta años, recuerdos tan próxi­mos como podrían ser, para alguien de nuestra genera­ción, los de antes de la primera Guerra Mundial. Pero en medio se alzaba el acontecimiento más rico en conse­cuencias de la historia moderna, que sólo en nuestra generación ha sido destronado por otros aún más trascen­dentales: la Revolución francesa. En Estrasburgo, las re­percusiones de esta Revolución no habían sido sofocadas como en la Alemania de entonces. Büchner llega a Francia en tiempos de la monarquía burguesa, cuando la vida espi­ritual empezaba a desplegarse en varias direcciones, una vida impregnada por la política y fecunda en ideas sobre los asuntos públicos, una vida tan activa y moderna que, en más de un aspecto, aún hoy vivimos de ella.

En Estrasburgo tiene Büchner su primera experiencia con las masas, pocas semanas después de su llegada: la recepción tributada a Ramorino, el independentista po­laco, por los estudiantes y vecinos de la ciudad. Enarbo­lando una bandera negra, un grupo de entre trescientos y cuatrocientos estudiantes recorren la ciudad seguidos por una muchedumbre gigantesca que entona la Marsellesa y la Carmagnole. Por todas partes resuenan los gritos de: Vive la liberté! Vive Ramorino! à bas les ministres! à bas la juste milieu!"

En la catedral de Estrasburgo conoce a un joven sansimoniano de barba y cabellos largos que, pese a la sofisticación de su atuendo, no deja de impresionarlo. En Es­trasburgo puede ver cómo la policía arremete contra una multitud de manifestantes contestatarios. Dos años pasó Büchner en aquel mundo abierto. Lo que había llevado allí desde su ciudad natal era invalorable. No llegó a Estrasburgo como un joven quejumbroso, sino con una visión muy precisa de lo corporal, individual y concreto, que debía a varias generaciones de antepasados médicos y a las impresiones obtenidas en la casa paterna. Es un rasgo característico en su juventud, no insensible, pero sí más sólido y preciso: una ausencia casi total de proyectos literarios, ningún tipo de narcisismo ni esos aires presun­tuosos propios de la impotencia. Es el hijo mayor de un padre robusto y circunspecto que llega a los 75 años, y no nos parece superfluo recordar la edad que alcanzaron sus tres hermanos: 76, 75, 77. La madre y las hermanas tam­poco mueren jóvenes. Él fue, en esa gran familia, el único que debido a una malhadada infección hubo de morir joven.

En Estrasburgo aprende a moverse en francés con plena libertad: un idioma no suplanta al otro. Gana ami­gos, conoce bien Alsacia, los Vosgos. La nueva ciudad, el nuevo país no son como para ahogarse en ellos. Dos años en París hubieran transcurrido, sin duda, bajo un signo diferente. Lo sorprendente en la vida de Büchner es que nada se desperdicia. Una naturaleza que mantiene uni­dos sus objetos y sabe diferenciarlos como a individuos aislados, como a los órganos del ser humano; para la cual lo lúdico no se convierte en finalidad absoluta, pues tam­bién el sueño y la ligereza tienen su lado cáustico. Una naturaleza que, pese a toda la abundancia de complica­ciones, permanece libre; para la cual nada es insoluble y que en este sentido, pero sólo en él, se distingue mucho de Lenz y recuerda más bien a Goethe.

Al igual que los hombres y las cosas, los impulsos que recibe tampoco se pierden; todo produce efectos, Büchner no conoce períodos de estancamiento largos. Sorprende ver la rapidez y energía con que reacciona ante circuns­tancias nuevas. Regresar de Estrasburgo a Darmstadt y Giessen -medios tan restringidos- lo atormenta como una enfermedad grave. Pero consigue evadirse de esa estre­chez opresora del único modo posible: trasmitiendo los impulsos revolucionarios que ha recibido, sin preferencia ni adulteración alguna, conforme a su esencia, a quienes no busquen un altivo exclusivismo. Funda la Sociedad de los Derechos Humanos. La etapa de la conjuración ha comenzado, y, con ella, su doble vida.

No es difícil descubrir de qué manera esta doble vida se prolonga tras el fracaso de su acción, cómo se con­vierte en algo fructífero y da origen a sus obras, desem­bocando en el Lenz e incluso en Woyzeck. Así como él lleva a su patria -a la estrechez- la amplitud de la situa­ción imperante en Francia -que él vivió de cerca en Es­trasburgo-, así también lleva consigo la estrechez má­xima -la cárcel que lo amenaza- al huir de su patria hacia Estrasburgo, y mantiene vivos sus temores incluso al llegar al Paraíso zuriquense.

El miedo de Büchner, que ya nunca lo abandonará, posee un carácter muy peculiar por ser el de un hombre que ha luchado activamente contra el peligro. Su audaz comportamiento frente al juez instructor, sus esfuerzos por liberar de la cárcel a su amigo Minnigerode, la utili­zación de su hermano Wilhelm como testaferro cuando es citado a comparecer, su carta a Gutzkow y, finalmente, su fuga coronada por el éxito, todo esto revela un carácter vigoroso, plenamente consciente de su situación y que no se rinde ante ella.

Sin embargo, no tomar en cuenta el Danton, que Büch­ner redactó el mismo mes en el que preparaba su fuga, sería simplificar demasiado las cosas. Danton también es capaz, sin duda alguna, de percatarse de su situación: en su diálogo con Robespierre hace incluso lo imposible por empeorarla. Quiere que sea irreparable, extrema; pero cuando se trata de tomar una decisión sobre su salvación o su fuga, se paraliza con una frase que es repetida varias veces: "No se atreverán." Es la frase más obsesiva de toda la pieza; ya la primera vez despierta un malestar en el lector, que al final, después de varias repeticiones, la siente como uno quisiera sentir una consigna revolucio­naria, pero de signo invertido. Revela el verdadero tema de la obra, la pregunta: ¿es preciso salvarse? Danton quiere quedarse: hay en él un deseo de permanecer que es más fuerte que el peligro. "En realidad debiera reírme de toda la historia", dice. "Hay en mí una sensación de permanencia que me dice: mañana será igual que hoy, y pasado mañana Y más adelante será siempre lo mismo. Todo esto es un ruido vacuo, quieren asustarme, ¡no se atreverán!"

Para salvarse él mismo, Büchner debe crear la figura de este hombre que no quiere salvarse. Se trata de su propio peligro: la Conciergerie Y la comisaría de Darms­tadt son la misma cosa. Escribe en estado febril, no tiene otra elección, no podrá concederse descanso alguno hasta que no vea a Danton bajo la guillotina. Se lo dice a Wil­helm, su hermano menor y confidente más próximo en aquellas semanas, y le dice también que tiene que huir. Pero una serie de motivos lo retienen: la idea del conflicto con su padre, la preocupación por los amigos encarcela­dos, la creencia de que no podrán echarle el guante, y la falta de dinero.

La creencia de que no podrán echarle el guante se convierte, en boca de Danton, en el "¡No se atreverán!" Me­diante esta frase de Danton intenta Büchner liberarse de su propia parálisis: la frase lo estimula a actuar en con­tra de ella. Me parece indudable que acepta el destino de Danton y lo comprende -como bajo presión- para evadirse del suyo propio.

La preocupación por las acciones cometidas se mantiene viva en Büchner largo tiempo: las mira retrospecti­vamente, como algo a la vez hecho y no hecho. Su fuga, el acontecimiento central de su existencia, tuvo éxito vista desde fuera, pero el miedo a la cárcel no volvió a abando­narlo nunca más. Paga su deuda con los amigos que dejó en Darmstadt poniéndose en su lugar. Las cartas que envía desde Estrasburgo a su familia para tranquilizarla y que informan sobre sus trabajos y perspectivas, rebosan en realidad una inquietud permanente. Se entera por unos refugiados de que en su país se han practicado nue­vas detenciones y comunica estas noticias detallada­mente a su familia. Aunque él suele estar mejor infor­mado que ellos, espera sus noticias al respecto. Nada le interesa tanto, nada le resulta más próximo. Él, hombre plenamente consciente del valor de la libertad, que hace lo posible por conservarla mediante su trabajo, pero tam­bién mediante la vigilancia y la evaluación lúcida de los peligros, se siente al mismo tiempo en la cárcel, junto a sus amigos. El miedo de éstos es también el suyo: lo sen­timos cuando escribe sobre ejecuciones que no llegan a realizarse. Desde su segunda llegada a Estrasburgo puede hablarse de una nueva doble vida de Büchner, que prolonga, de manera distinta, la que llevara antes en su país, en la época de la conjura. Una de esas vidas, la exterior Y real, es la que lleva en la emigración e intenta mantener libre de cualquier pretexto para una extradi­ción. Lleva la otra en su país, mentalmente Y con el sentimiento, al lado de sus amigos desdichados. El imperati­vo de la fuga sigue estando en pie frente a él; aquel mes que pasó en Darmstadt preparándola no llegó nunca a su fin.

Es el destino del emigrante: querer que lo crean a salvo. Pero no puede estarlo, pues lo que dejó tras él -los otros-, no se encuentra a salvo.

Dos meses después de su llegada a Estrasburgo, Gutzkow menciona en una carta dirigida a él: "Su relato Lenz." Büchner debió de escribirle sobre este proyecto de novela al poco tiempo de llegar.

Sobre la importancia de este relato, sobre aquello que une a Büchner con Lenz habría mucho que decir. Qui­siera apuntar aquí sólo una cosa, sin duda mínima en comparación con todo lo que habría que decir: lo mucho que fue alimentada y teñida por la fuga. Los Vosgos, familiares a Büchner por las excursiones que hiciera con sus amigos y descritos también dos años antes en una carta a sus padres, se transforman el día 20, en que Lenz erra por las montañas, en un paisaje angustiante. Si fuera posible reducir la situación de Lenz a una fórmula, diríamos que es una situación de fuga, pero subdividida en muchas pequeñas fugas, aisladas y aparentemente ab­surdas. Ninguna cárcel lo amenaza, pero ha sido expul­sado, exiliado de su patria. Su patria, la única región en la que era capaz de respirar libremente, era Goethe; y Goethe lo había exiliado de sí mismo. Huye entonces a lugares relacionados con Goethe, más o menos alejados de él: llega, toma contacto e intenta quedarse. Pero el exilio, que mora en su interior y no lo deja, lo obliga a destruir todo de nuevo. Con gestos breves, incoherentes y repetiti­vos busca refugio en el agua o junto a una ventana, en la aldea próxima, en la iglesia, en casa de unos campesinos, al lado de un niño muerto. Se imagina que de haberlo reanimado, él mismo estaría a salvo.

En Lenz encontró Büchner su propio desasosiego, el miedo a la fuga que se apoderaba de él siempre que visi­taba a sus amigos en la cárcel. Recorrió con Lenz un trecho de su deleznable camino, transformado en él y siendo al mismo tiempo el acompañante que lo observaba desde fuera, imperturbable, como el Otro. No había final alguno para aquello, llamémoslo expulsión o fuga; sólo la eterna repetición de lo mismo. "Y así pasó su vida": tras escribir esta última frase, lo abandonó.

Pero el Otro, a quien se conocía como Büchner en su entorno de entonces, se granjeó el respeto de los naturalistas de Estrasburgo y Zurich gracias a su trabajo rigu­roso y obstinadamente científico sobre el sistema ner­vioso de los barbos. Obtuvo el doctorado y viajó a Zurich para dar una lección de prueba.

En su etapa de Zurich, que no dura sino cuatro meses, consigue afirmarse y dar pruebas de su capacidad. Em­pieza a enseñar en el acto, teniendo entre sus oyentes a hombres importantes. Su padre lo perdona en una larga carta. Suiza le agrada: "por todas partes aldeas amables y casas hermosas". Elogia al "pueblo fuerte y sano", así como al "gobierno simple, bueno, genuinamente republi­cano".

Inmediatamente después, en la misma carta -la última dirigida a su familia que se ha conservado, del 20 de noviembre de 1836- brilla como un relámpago la noticia más terrible para él: "Minnigerode ha muerto, según me comunican; vale decir: lo han torturado hasta matarlo durante tres años. ¡Tres años!" ¡Qué próximas se hablan una de otra su salvación en el Paraíso de Zurich y la tortura mortal del amigo en su país!

Creo que fue esta noticia la que lo impulsó a escribir la versión definitiva de Woyzeck. Como en ninguna de sus otras obras su interés se vuelca aquí hacia la gente de su país. Tal vez nunca llegara a enterarse de que la noticia era falsa. En cualquier caso, surtió efecto en él. Han pasado dos años y cuatro meses desde la detención de Minnigerode; no es de extrañar, pues, que para él, que en realidad siempre permaneció en Darmstadt, se la hu­bieran prolongado hasta tres años. Sin embargo, este en­fático tres nos recuerda el encarcelamiento de otro perso­naje: el del Woyzeck histórico. Casi tres años transcurrie­ron entre el asesinato de su amante y su ejecución pú­blica. Büchner conocía el caso, desde luego, por los infor­mes del consejero áulico Clarus sobre el asesino Woyzeck.

Aparte de la noticia de la muerte de su amigo encarcelado, además de la intensa imagen que guarda tanto de los hombres oprimidos como de los opresores en su patria, en la concepción del Woyzeck se infiltró algo en lo cual nadie pensaría así como así: la filosofía.

Entre los rasgos distintivos de la integridad de Büch­ner figura el haberse interesado por la filosofía a regaña­dientes. Demuestra poseer aptitudes filosóficas. Lüning, que lo conoció cuando estudiaba en Zurich, observa en él "una seguridad y decisión extremas al formular opinio­nes". Pero siente un rechazo por el lenguaje filosófico. En una carta temprana a su amigo alsaciano August Stóber escribe Büchner: "Me he entregado a la filosofía con todas mis fuerzas. Pero ese lenguaje artificial es detestable; pienso que para las cosas humanas habría que inventar también expresiones humanas." Y dos años más tarde, cuando ya dominaba ese lenguaje, confiesa a Gutzkow: "Me estoy embruteciendo totalmente en el estudio de la filosofía: una vez más, descubro la miseria del espíritu humano desde una faceta inédita." Estudia filosofía sin entregarse plenamente a ella, y no le sacrifica un solo ápice de realidad. La toma en serio cuando opera en el ámbito de lo inferior-sencillo, en Woyzeck, y la ridiculiza en todos los que se sienten superiores a él.

Woyzeck: un soldado, como el mono del charlatán de feria "el grado más inferior del género humano", acosado por voces y por órdenes, un prisionero que deambula li­bremente, predestinado a ser preso, obligado a comer una dieta de prisionero -siempre lo mismo: guisantes-, de­gradado hasta la animalidad por el doctor, que se atreve a decirle: "Woyzeck, el ser humano es libre, en el ser humano la individualidad se transfigura en libertad", y con ello no quiere decir sino que Woyzeck debiera ser capaz de retener la orina ... libertad para resignarse a todo tipo de abuso cometido contra su naturaleza de hom­bre, libertad para esclavizarse por unos cuantos céntimos que le aseguran su dieta de guisantes. Y cuando oírnos, asombrados, en boca del doctor: "Woyzeck, ya está filoso­fando de nuevo" -como el homenaje del dueño de la ba­rraca al caballo amaestrado-, este homenaje se reduce en la frase siguiente a una aberratio, y en la subsiguiente, con mayor precisión científica, a una aberratio mentalis partialis.

El capitán, sin embargo, ese hombre bueno, muy bueno, que se cree bueno porque las cosas le van dema­siado bien, que teme a las prisas en el afeitado como a cualquier otra prisa, pues lo hacen pensar en el tiempo monstruoso y en la eternidad, reprocha a Woyzeck: "Piensas demasiado, y eso consume. Siempre tienes ese aire de prisa y ansiedad."

El estudio, por parte de Büchner, de una serie de doc­trinas filosóficas aisladas, incidió de otra manera, más oculta, en la composición del Woyzeck. Pienso en la fron­talidad con que son presentados algunos de los personajes importantes, algo que podría denominarse su autodeni­gración.

La seguridad con la que excluyen todo cuanto no sea ellos mismos, la insistencia agresiva en su propia persona -que va hasta la elección de sus palabras-, el indolente rechazo del mundo real, que sin embargo es vapuleado con fuerza y odio, todo esto tiene algo de la ofensiva autoafirmación de los filósofos. Estos personajes se presen­tan ya en sus primeras frases. El capitán, al igual que el doctor, y más claramente aún el tambor mayor, aparecen como pregoneros de su propia persona. Con sarcasmo, presunción o envidia van trazando sus fronteras, y lo hacen contra la misma criatura despreciable que ven de­bajo de ellos y está allí para servirlos como un inferior.

Woyzeck es la víctima de los tres. A la filosofía estu­diada del doctor o del capitán puede oponer pensamientos auténticos. Su filosofía es concreta, está ligada al miedo, al dolor, a la intuición. Siente miedo cuando piensa, y las voces que lo acosan son más reales que la melancolía del capitán al ver su levita colgada en la pared o que los inmortales experimentos del doctor con los guisantes. En contraste con ellos, él no es presentado frontalmente: las reacciones que lo integran son, de principio a fin, vivas e inesperadas. Como siempre se halla expuesto, siempre se mantiene alerta, y las palabras que su vigilancia le dicta no han salido todavía del estado de inocencia. No han sido gastadas ni usadas impropiamente, no son monedas, armas ni provisiones, son palabras que parecen recién creadas. Aun cuando las haya aceptado sin examen pre­vio, ellas siguen su propio curso dentro de él: los franc­masones socavan la tierra bajo sus pies: "Hueco ¿oyes? ¡Todo está hueco allí abajo! ¡Los francmasones!"

¡En cuántos hombres se halla dividido el mundo en Woyzeck! En La muerte de Danton, los personajes aún tienen demasiadas cosas en común, todos son de una elo­cuencia arrebatadora, y Danton no es, ni mucho menos, el único en tener ingenio. Esto podría explicarse argu­yendo que es una época retórica, y los prohombres de la Revolución, entre quienes acontece la pieza, deben todos su prestigio a la utilización de las palabras. Pero luego nos acordamos de la historia de Marion, que es también un alegato de una perfección difícilmente superable, y nos resignamos a ella no sin cierta resistencia. La muerte de Danton es una obra de la escuela retórica, aunque de la más inconmensurable de estas escuelas: la de Shakes­peare.

De las obras de otros discípulos se distingue por su perentoriedad y rapidez, así como por una sustancia espe­cial que no se ha vuelto a dar una segunda vez en la literatura alemana, una sustancia hecha de fuego y hielo en proporciones iguales. Es un fuego que nos impulsa a correr, y un hielo en el que todo se nos muestra transparente; corremos para avanzar al mismo paso del fuego, y nos quedamos para observar el hielo.

Menos de dos años después consiguió Büchner dar el vuelco más completo en la literatura: el descubrimien­to de lo inferior-sencillo (das Geringe), Este descubri­miento presupone compasión, pero sólo si esta compasión permanece oculta, si mantiene su mutismo y no se pro­nuncia, lo inferior-sencillo quedará intacto. El escritor que saca a relucir sus sentimientos, que hincha pública­mente lo inferior-sencillo con su conmiseración, lo con­tamina Y lo destruye. Woyzeck es perseguido por voces Y por las palabras de los otros, pero el autor nunca llega a tocarlo. En esta continencia frente a lo inferior-sencillo nadie ha podido compararse a Büchner hasta el día de hoy.

En los últimos días de su vida, Büchner es agitado por fantasías febriles sobre cuya naturaleza Y contenido sólo tenemos unos cuantos datos aproximativos. Estos pocos datos figuran en los diarios de Caroline Schulz, que escribe al respecto:

14 (febrero)... Hacia las ocho volvió a sumirse en el delirio, y lo extraño es que él mismo hablaba sobre sus fantasías y las juzgaba cuando uno lo había convencido de que eran falsas. Una de sus obsesiones más recurrentes era la amenaza de extradición...

15... Hablaba con cierta dificultad al calmarse, pero no bien empezaba a delirar, su discurso era totalmente fluido. Me contó una historia larga y coherente: que ayer se lo ha­bían llevado a las afueras de la ciudad y que antes había pronunciado un discurso en el mercado, etcétera.

16... El enfermo manifestó varias veces su deseo de huir, pues se imaginaba que lo detendrían o que estaba ya en la cárcel, y quería evadirse de ella.

Pienso que si estas fantasías nos hubieran llegado en su formulación original, estaríamos muy cerca de Woyzeck; incluso en este informe disminuido y atenuado por la aflicción y el amor, en el que faltan los horrores del acoso, se pueden hallar rastros de Woyzeck. Büchner aún tenía dentro a Woyzeck cuando murió, el día 19.

No es ocioso fantasear sobre una vida ulterior de Büchner, toda vez que nos impide buscarle un sentido a su muerte. Fue tan absurda como cualquier muerte, pero la suya subrayó muy particularmente este carácter ab­surdo. No llegó a su plenitud, pese a la importancia y madurez de la obra que dejó. Y su naturaleza nunca hu­biera alcanzado, por principio, esa plenitud: ni siquiera más tarde. Ha quedado como el más puro ejemplo del hombre imperfectible. La pluralidad de sus talentos, que se sustituyen constantemente unos a otros, da testimo­nio de una naturaleza cuya inagotabilidad exigiría una vida infinita.

1972

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Elias CANETTI-de La conciencia de las palabras-

film de Werner HERZOG-Woyzeck
God's Away On Business Tom WAITS-para el musical Woyzeck de Robert Wilson
All the world ist green-Tom Waits
Act.III,Sc.3-Woyzeck,1924-ópera de Alban Berg-dir Claudio ABBADO-Filarmónica de Wiena





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