plano de la casa de Samsa,

plano de la casa de Gregor Samsa, por Nabokov

sábado, 10 de abril de 2010

fragm. de Teorema-Pier Paolo PASOLINI

DE POSEEDOR A POSEÍDO

El padre y el joven huésped van en automóvil (el Mercedes que revela al amo en el padre) por los caminos asfaltados, estrechos y largos, al sur de la campiña milanesa.
Pero llegados a este punto, pensamos que es justo dejar de llamar al padre simplemente "padre" y darle su nombre, que es Pablo. Aunque un nombre de pila, un nombre cualquiera, parezca absurdo cuando se lo atribuye a un padre; en verdad, en cierto modo lo despoja de su autoridad, lo desacraliza, lo retrotrae a su vieja condición de hijo, exponiéndolo así a todos los desgraciados, oscuros y anónimos azares de los hijos.
Entre Pablo y el huésped hay un silencio turbado, aunque lo cierto es que Pablo es el único turbado; el huésped se limita a callar, delicado y obediente: él es, en verdad, el hijo, con pleno derecho, y como su calidad de padre es potencial y futura, por lo mismo se la advierte tanto más presente e indudable. De modo que tras la juvenil, distraída y generosa máscara del hijo hay un padre fecundo y dichoso, mientras que tras la máscara surcada, abstraída y avara del padre autoritario hay un hijo decepcionante y ansioso. En un tramo cualquiera del camino, un tramo desierto, el Mercedes se detiene: el padre deja el volante y baja del auto para volver a subir por el lado opuesto. El huésped lo reemplaza ante el volante, muy satisfecho, como cualquier muchacho de su edad. Es fatal: apenas reanuda la marcha, el automóvil corre a una velocidad por lo menos doble. Las catedrales transparentes de los álamos contra el cielo de ceniza, aún terriblemente frío, se lo tragan con voracidad cada vez mayor, hacia un mediodía donde no hay sol: al contrario, los campos labrados se oscurecen y ya parecen tener el color del crepúsculo. Es la Baja Lombardía, que en vez de abrir al Septentrión hacia un sol más alegre y sensual, parece rodearlo como una fosa. Pero es precisamente hacia la Baja, hacia los bosquecillos salvajes y recluidos del Po, hacia las espesuras que pueden ser tan tiernamente tibias en los primeros días, todavía helados, de la primavera, hacia donde se sienten atraídos, instintivamente, los amantes, por tradición.
La conversación que Pablo quiere iniciar es sin duda grave (el joven está un poco distraído por la conducción, por el deseo de tomar las curvas): pero le falta el valor, precisamente como si fuera un muchacho.
¿Hablar? Oh, ¿no debería, también él, actuar antes de decidir? ¿Acaso no es él, ante sus hijos y su mujer, el campeón de una autenticidad que hace de un hombre un hombre burqués, esculpido en su respetabilidad y en sus reglas (ya naturales) como una estatua de mármol? Hablar de problemas, en lugar de sentimientos genuinos o de deseos, ¿no es todavía un pretexto?
El cuerpo del huésped está junto a Pablo, intacto y fuerte como el de un campesino; además, tiene ese prestigio que le da el ser un muchacho burgués y culto ( es decir, con un profundo sentimiento de su propia dignidad). Es posible tocar y acariciar el cuerpo de un campesino porque no tiene defensa: es como un perro ante su amo, carece (frente a él) de principios morales que pueda defender. Sobre todo, es incapaz de ironía. En suma, es obediente, quizá a pesar de sí mismo.
Pero el cuerpo del huésepd, generoso de carne pero sin blandura, abundante pero puro -todo fecundidad filial-, arde allí, junto a Pablo, frente al volante, como si estuviera desnudo, desde la gracia del tórax y los brazos tensos hasta la violencia de los muslos ceñidos por los pliegues de la tela casi estival.
El padre -¡Pablo!- lo mira y antes de decidirlo, lo acaricia.
Le pasa la mano -que sólo ha acariciado a su mujer o a una serie de amantes hermosas y elegantes, del modo debido-, muy levemente, sobre el pelo, el cuello, el hombro. El huésped sonríe alegre, sin el menor asombro, con su sonrisa infantil y generosa.
Más aún: se vuelve radiante hacia Pablo, dando así a la caricia que ha recibido de él una festiva naturalidad. Se muestra agradecido y recompensa a Pablo con su juvenil alegría, casi humildemente, como alguien nacido de una clase inferior: le hace entender que en ese gesto -insensato para un burgués- no hay ninguna violación. Sin embargo, en esa sonrisa no se trasluce siquiera por un instante la dulzura de quien se entrega. Al contrario, sólo hay en él la seguridad de quien da.
Esto vuelve aún más hijo a Pablo. Su indecisa caricia (después de la cual la mano se ha retraído enseguida) no es signo de posesión, sino la suplica de quien posee. Ahora bien: Pablo es uno de esos hombres habituados desde siempre a la posesión. Ha poseído durante toda su vida(por nacimiento y por herencia); jamás ha vislumbrado la idea de no poseer.
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fragmento de Teorema-Pier Paolo PASOLINI-trad. Enrique Pezzoni-edit. Sudamericana-1970

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