plano de la casa de Samsa,

plano de la casa de Gregor Samsa, por Nabokov

viernes, 26 de octubre de 2007

Amor y muerte en los dibujos de Picasso-M.ZAMBRANO


Amor y muerte en los dibujos de Picasso (La Habana, 1952)

María Zambrano

Raro arte el del dibujo. Aparece como un regalo, que un gran artista nos ofrece cuando ya no esperábamos más de él, pues parecía haberlo dado todo; como algo con lo que no se cuenta y que llega "por añadidura" con el conjunto de una gran obra, y es que el dibujo pertenece a la especie más rara de las "cosas": a aquellas que apenas tienen presencia; que, si son sonido, lindan con el silencio; sin son palabras, con el mutismo; presencia que de tan pura, linda con la ausencia; género de ser al borde del no-ser.

Este género de "cosas" realiza la más generosa de las funciones; estar más allá y más acá, dentro y fuera de lo que es propiamente cosas. Y así, hacen posible que lo que es carne, cuerpo, aparezca. Tal el espacio, ausencia pura que permite todas las presencias. Tal la luz. Mas la luz es ya la forma en que la ausencia convierte en una presencia que, lejos de concurrir con los demás, las muestras, la hacer nacer. La luz puede alumbrarlo todo, porque es la primera manifestación de ese ser tan cercano al no-ser, que no es ni esto ni aquello: la nada creadora. Alcanza la verdadera creación, su obra lleva la marca de haber sido hecha por nadie y la personalidad de su autor casi desaparece. La personalidad creadora en su grado máximo linda también con el no-ser, como todo lo que ha apurado el penoso caminar del ser… y entonces se es un santo, un héroe o un "clásico". Y es el escalofrío que sacude al espectador de estos dibujos de Picasso, un contemporáneo, habituados como estamos a mirar el clásico como alguien irremisiblemente despreciado. Del tumulto de la vida, de la actualidad, Picasso para ya para nosotros, sus contemporáneos, a ser uno de los clásicos de nuestra época; un viviente a salvo ya de la vida.

Ante estos dibujos sentimos el misterio del dibujo, de la línea que, además de ser la luz haciendo aparecer a la sombra, es trazo en el espacio de la nada. Trazo; cifra. Trazo dejado por la vida en su transcurrir; cifra de unas extrañas nupcias entre la vida y la muerte.

Vida y muerte. El dibujo se va definiendo atravesando los contrarios y uniéndolos. El dibujo manifiesta lo primero y lo último de la presencia material de las cosas. Es lo invisible que muestra a lo visible y lo hace aparecer y es la luz que se esconde para que se manifieste la sombra; es la línea, mediadora entre el puro peso oscuro, ese secreto vibrante de la vida, y la luz de que todo cuerpo es el destello. Es la matemática de los más intrincados laberintos, el correr de la sangre entre la luz y la sombra. El dibujo, trazo indeleble, ha necesitado también de la sangre; nada logra hacerse indeleble sin ella.

Mediador entre contrarios, el dibujo es como todo lo que define, indefinible; inasible como la inteligencia. La línea es la inteligencia pura en los cuerpos, en las cosas, y como hijo directo de ella, realiza la hazaña de hacer visible lo invisible. Y así, el dibujo participa del Noli me tangere de la inteligencia. Es intangible, regalo sólo de la visión. La escultura y aun la pintura son trasuntos de los cuerpos. En ellas existe el peso de los cuerpos, las relaciones de la materia, su modo de existir. Y esa llamada que hace todo cuerpo viviente, esa invitación a ser tocado.

El dibujo nos presenta un género de presencia impalpable; el hueco de un cuerpo viviente; la imagen tiende a imprimirse en la oquedad, única forma que tienen los cuerpos de eternizarse, fijándose por su ausencia, mientras que el fantasma que nos da la pintura está todavía sometido al tiempo y amenazado de gastarse por él. Más aquello que mira desde su vacío no dejará de mirar ya nunca. El dibujo es la soledad de la imagen vaciada ya de carne, de cuerpo y hasta de tiempo; es la libertad suprema de la imagen a salvo ya de toda contingencia. La compacencia íntima que sentimos –rara y única- ante un dibujo de Leonardo o de Picasso es que muestran objetivamente algo idéntico a lo que en nuestro interior sucede, a esas imágenes en que se resuelve la pasión cuando ha sido consumida, lo contrario, diríamos, de la obsesión. Los mejores retratos pictóricos –ejemplo: Velázquez- tienen siempre algo o mucho de parecidos; fantasmas que reiteran su presencia en cada instante, que han de luchar con el tiempo que las gastaría; y de ahí, esa magia persistente en la pintura. Fantasmas que vencen a la muerte, que luchas con ella en cada instante; agonizantes como en Tiziano, como en El Greco. Un retrato dibujado es más bien otra cosa; el alma ha gastado y consumido del fantasma todo lo que el tiempo podía devorar; es la imagen que la vida ha logrado imprimir en la muerte.
Y quizá de ese íntimo comercio con la muerte proceda el íntimo parentesco habido entre dibujos y ciertos momentos de la escultura; ese parentesco íntimo entre el dibujo y la escultura egipcia y la griega arcaica; el que el dibujo cuanto más se acerca a su perfección, más se aleja de la pintura. Libre del color, la línea crea en la libertad de la muerte y nos da la oquedad, el vacío de los cuerpos y las cifras de su consumida pasión. Nada más cercano a la emoción que nos produce el dibujo que el hieratismo de la escultura egipcia y ese milagro que es la arcaica griega; las dos imponen a su alrededor su espacio vacío equivalente al blanco del papel; un espacio que aísla y que impone el Noli me tangere de la inteligencia, de la muerte y del no-ser, signo de que se ha cumplido la liberación de las pasiones de que es portadora todo cuerpo, transustanciada ya en luz y número, al par.

Pues vivir es consumir hasta llevarlas a la libertad de su muerte, las pasiones. Las pasiones que corren hacia su muerte en busca de esa paz suprema que queda fijada en algo como una cifra… Y así, los grandes artistas plásticos que ha fijado pasiones han sido por encima de todo geniales dibujantes: Vinci, Miguel Angel, Goya, Picasso, pintores de pasiones, aunque en diverso sentido llegaron a hacer del dibujo su instrumento musical.

Y la pasión central de la vida es el amor; el gran río que las recoge a todas para llevarlas hacia la muerte a que aspiran. Sólo el amor puede adentrarse en la muerte; las demás pasiones son ciegas o ven de través; se detienen imantadas o se precipitan. Sólo el amor alcanza a tener visión; sólo el amor puede desprenderse de todo; sólo él puede contender con al esperanza y la desesperación venciéndolas. El amor anticipa la muerte y hace a la vida de quien lo vive morir mil muertes y lograr así, obedeciendo, la libertad.

Amor y muerte, amor atravesando al par la vida y la muerte en el logro de su libertad han sido apresados en una forma quizá inédita en estos dibujos de Picasso, y el que suceda así despierta en el ánimo del espectador una cierta cuestión, pues el arte de Picasso es el documento más fiel de nuestra época y como a ella, se le acusa de carecer de alma. Y he aquí que nos ofrece captado de modo único ese suceso central de la vida del alma: el amor que corre hacia la muerte.

Y aún ahí, en este tema entre todos clásico, Picasso nos hace entrever algo contrario a lo que estábamos habituados a pensar: que el amor sea múltiple y que la muerte una. Más bien, nos sugiere que el amor sea uno y la muerte, múltiple. Pues su muerte, no el término de la vida, sino ese país, ese desierto, ese elemento, del cual teníamos un cierto símbolo, en el blanco inigualable de un pintor también español: Zurbarán. La muerte que puede tener mil caras, que puede modularse infinitamente porque no es límite, sino elemento de la creación.

Amor que corre hacia la muerte sin dejar gusto de cenizas, pues habiéndose consumido en fuego deja un rastro indeleble en ese blanco del papel que en los dibujantes geniales adquiere el valor que lo ha absorbido todo; el país, lecho donde nace y se anega toda la vida. Blanco, muerte que al reabsorber en sí a lo viviente deja un signo trazado por la pasión; la ha permitido que se imprima sobre ella y aun la module y le preste temperatura; lo más contrario a la muerte. Es ésa la muerte fijada por Picasso en esa nariz de una bestia y la escultura del cráneo del toro y que extiende como horizonte infinito en esa serie de idilios entre el hombre dormido y la mujer en vela… y es también la muerte que se desliza por entre un maniquí.
La muerte, es sin duda, lo que da la categoría más alta a todo arte y no hay arte en ella. Mas existen diversas maneras de que la muerte colabore en una obra de arte; las más de las veces se esconde y hasta se burla porque ha logrado entrar sin ser notada, allí en lo más vital, en las bacanales de la vida, en las orgías y más aún en la solemnidad, donde está como espectadora indiferente: conciencia íntima de toda pompa y encumbramiento. Está también como esqueleto, forma matemática que sostiene y conforma. Y ha sido también retratada. Permitió a Vinci tomar su huella, que estampara su máscara. Pues la pintura tiene siempre algo de paño de la Verónica que se queda con la efigie de lo que ama en el momento en que sufre su mayor tortura; antes de morir o muriendo; del cuerpo que aún contiene al espíritu que va a rendirse. Es lo que la pintura de retrato tiene de precursora de la imprenta. El rostro de Cristo de la Cena de Vinci y aún más el esbozo que guarda Turín son paños de la Verónica en que por emanación directa del objeto ha quedado fijada de modo indeleble la huella de su pasión en el instante en que se está consumando. En ese instante terrible del consummatum est del amor que se sabe arrojado a al muerte y el desfallecimiento en el vicio de la esperanza, teme, y en lugar de aniquilarse se arroja en una especie de suicidio que vence a la nada. Ese instante en que la comunión es posible, pues no puede haber comunión sólo en la vida. El amor lo logra en su entrega suprema volcándose sobre la muerte, colmando su vacío. Instante máximo del amor y, al par, del arte, de la pintura que Vinci alcanzó en esa escena en que el amor divino, venciendo a la muerte, hace cierta la comunión.
Humano, enteramente humano, el arte de Picasso que rehúye lo divino, se adentra en la muerte, colabora con ella en forma bien distinta que Vinci. Esta muerte no es la rendición del espíritu, sino una tragedia resuelta. Es la pasión persecutoria –secreto último de su arte, el Daimon que lo espolea- que, al fin, se entrega; consunción de la pasión en ternura. Vigilia que se deshace en sueño; idilio entre la conciencia y la fuente secreta de la vida. Quietud del fauno que aplacado en su furia –erótica manía persecutoria- se aduerme al fin, en una especie de meditación en blanco, vigilado por esa mujer; su presa capturada, hecha ya amiga, convertida en su propia alma. Paz; no rendición del espíritu, sino de la furia que persigue el alma. El consummatum est del fauno, en cuanto en el amor hay de "eros" demoniaco. La serie de los idilios añade a la historia de las luchas del amor con la muerte algo precioso: el aplacamiento del demonio del amor, el apaciguamiento de la furia erótica que ha encontrado el alma que buscaba. El desenlace del rapto de Proserpina que ha salvado a Plutón de sus infiernos. La dulzura de la mujer que no volverá a ser violada.

Y ese delirio de amor, esa furia demoniaca es la que ha obligado al arte de Picasso a recorrer ese largo camino múltiple de modo infatigable. Espoleado por el demonio de la vida, por esa divinidad oscura que no se conforma con devorar y ser devorado y quiere ver y darse a ver, entrar también por los ojos. Eros que es furia de ver, de poseer con la mirada y por eso crea formas y las destruye. El "eros" destructor por avidez; la furia que devora el propio objeto que persigue.

Es la marca hispánica, el sello profundamente español de la pintura de Picasso: la autofagia, mal sagrado de España. Pues de lo español quedará sólo lo que se salve de la autofagia, de esa capacidad inigualable de destrucción que lo español lleva consigo y por lo cual España estará más acá y más allá de la historia y raramente en ella. La autofagia que todo lo reduce a polvo. El polvo, un elemento incorporado, como la muerte, a la creación por España. Pues quizá la genialidad específica del arte español sea transformar todo lo que toda en elemento.

Y la autofagia hunde sus raíces en el mismo amor; amor que se devora a sí mismo, que se destruye ante su objeto y que destruye a su objeto hasta reducirlo a polvo. Picasso ha reducido cuanto es posible la pintura a polvo. Fue Quevedo quien en el paroxismo de la pasión dijo: "Polvo seré, mas polvo enamorado", un epitafio que podría servir igualmente para el propio Picasso, porque todo su arte es el resultado último de la furia erótica que se hunde en su propio objeto para averiguar sus entrañas. Picasso ha puesto al aire las entrañas de la pintura.
Mas en sus dibujos la autofagia ha sido aplacada y resuelta la tragedia del erotismo, de lo que es símbolo la serie de los idilios entre el fauno dormido y la mujer en vela; consummatum est del fauno que ha ganado al fin su alma.
Y alma es calma, expresada aquí por la continuidad de la línea, su quieto movimiento. Si lo más representativo de la pintura picassiana es esa instantaneidad de sus cuadros, esa especie de descarga eléctrica que producen en quien los mira, aquí la línea ha alcanzado la quietud en el movimiento. Ha quedado fijado en línea, el trazo –fuego, sangre- de la pasión, el polvo enamorándose ha integrado en alma; espejo que ofrece la imagen en él contenida. Alma es la luz que logra dibujar lo que lleva dentro de sí misma; hacer visibles sus propias entrañas. Las entrañas que han creado su propio medio. Alma es imagen y medio que la manifiesta, a la par. Y esto, el dibujo, parece ser el arte que mejor lo logra, si se exceptúa ese enigma de claridad que es la escultura arcaica griega.
De ahí que el dibujo, en su máxima expresión, sea casi equivalente a la música. "La música es la aritmética inconsciente de los números del alma" parece ser la definición más clara de arte tan inasible y bien podría definir también el arte del dibujo, de estos dibujos. Aritmética, álgebra de los números del alma; cifra, jeroglífico del alma que deja apresar en su movimiento. Paloma fijada en su vuelo.
Quieta la línea alcanza esa continuidad que se echa de menos en la pasión vivida. La tortura suprema de quien vive una pasión, un amor, es no poder verlo en su paso de instante, hasta formar un trazo, sino verlo en instantes únicos que se eternizan para encontrarse, de repente, con que se han desvanecido. El amor que se vive hace pasar del éxtasis a la inanidad. La completa revelación del alma, es, sería la continuidad del éxtasis.
Pero la sola continuidad asequible del éxtasis es la ternura. El amor desprendido de la pasión, liberado de su tiranía. La fidelidad del sueño; dulzura profunda, secreta, que no precisa de definición. Sueño de la vida no despertada por ningún sobresalto.

Es la antigua ternura, más vieja que el amor; la fidelidad de las entrañas aquietada que nuestra concepción moderna del amor-pasión ha olvidado. Picasso, con su memoria ancestral, lo ha traído ante nuestros ojos, ha desenterrado a un antiquísimo dios o diosa; una divinidad del amor no cristalizado en una definición, pues no ha tenido que dar cuentas, ni justificarse; puro, libre. Y así más que amor, puede llamarse ternura. La ternura, fiel por naturaleza, que no combate; la paz de las entrañas. La paloma que se desangraba en su vuelo ha encontrado la libertad.

Tomado de ALGUNOS LUGARES DE LA PINTURA-M.ZAMBRANO-edit.Acanto, 1991

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