plano de la casa de Samsa,

plano de la casa de Gregor Samsa, por Nabokov

lunes, 8 de octubre de 2007

9de octubre 1911- Diarios de F. KAFKA




Si llego a los cuarenta años, probablemente me casaré con una chica ya mayor de dientes superiores salidos, algo descubiertos por el labio de arriba. Los incisivos superiores de la señorita K., que estuvo en París y en Londres, se montan el uno sobre el otro, coo unas piernas que se cruzan levemente a la altura de las rodillas. Pero difícilmente llegaré a los cuarenta; así lo indica, por ejemplo, la tensión que se me pone a menudo en la mitad izquierda del cráneo; la siento como una lepra interna que, si prescindo de los aspectos desagradables y me limito a observar, me produce la misma impresión que cuando veo la sección transversal del cráneo en los libros escolares, o una disección casi indolora, en vivo, en la que el cuchillo, un poco refrescante, cauto, que e detiene y retrocede a menudo, y que a veces descansa, va cortando membranas finas como el papel muy cerca de sectores del cerebro en plena actividad.

El sueño de esta noche, que ni siquiera a primeras horas de la mañana me parecía hermoso, aparte de una pequeña escena cómica constituida por dos observaciones contradictorias, que tuvo como consecuencia aquella tremenda complacencia onírica, que sin embargo he olvidado.

Andaba -no sé si Max me acompañaba desde el principio- a través de una larga hilera de casas a la altura del primero o del segundo piso, del mismo modo que uno pasa de un vagón a otro en los trenes enlazados pro corredores. Iba muy aprisa, tal vez poruqe la casa era a veces tan frágil, que había que apresuerarse. No advertía en absoluto las puertas de las casas; más bien se trataba de una enorme serie de habitaciones, y sin embargo no sólo era identificable la diversidad de cada una de las viviendas, sino también la de los edificios. Puede que todas las estancias que crucé fuesen cuartos con camas. Me ha quedado en la memoria una cama típica que quedaba a mi izquierda, adosada a la pared oblicua, oscura o osucia, como de buhardilla, con unas cuantas sábanas formando una pila baja y ancha, y cuya colcha, en realidad una sábana de grosero lino, colgaba en punta, pisoteada por los pies del que había dormido en la cama. Me daba vergüenza cruzar las habitaciones a una hora en la que aún había mucha gente acostada; por esta razón andaba de puntillas, a grandes pasos, con lo que esperaba demostrar de alguna manera que si pasaba por allí lo hacía a la fuerza, que trataba de provocar la menor molestia y el menor ruido posibles, que mipaso no tenía realmente la menor importancia. De ahí que jamás volviese la cabeza dentro de la misma habitación, y sólo miraba lo que había a la derecha, en la calle, o a la izquierda, pegado a la pared del fondo.

La sucesión de viviendas quedaba interrumpida a menduo por burdeles, por los que yo pasaba aún más aprisa -aunque al parecer hacía mi recorrido para visitarlos-, hasta el punto de que no percibía otra cosa que su existencia. Y la última habitación de todas las viviendas volvía a ser un burdel, y allí me quedé. La pared opuesta a la puerta por donde entré, es decir, la última pared de la serie de edificios, o era de cristal o estaba reventada, y yo me habría caído, de haber continuado mi avance. Incluso es más probable que estuviese reventada, porque las prostitutas etaban tendidas junto al borde del piso. Veía a dos de ellas con claridad; una tenía la cabeza colgando un poco hacia afuera, sobre el borde, al aire libre. A la izquierda había una pared sólida; en cambio, la pared de la derecha no esaba completa; se divisab a el patio, abajo, aunque no hasta el suelo, y una ruinosa escalera gris bajaba hasta allí en diversos tramos. A juzgar por la luz de la habitación, el cielo raso era igual que el de las otras estancias.

Yo me ocupaba principalmente de la prostituta cuya cabeza colgaba hacia el exterior. Max de la que estaba acostada a su izquierda. Le toqué las piernas y luego me dediqué únicamente a presionarle el muslo a intervalos regulares. Aquello me daba tanto placer, que me sorprendía no tener que pagar nada por un entretenimiento que, precisamente, no podía ser ya más agradable. Estaba convencido de que yo (y sólo yo) engañaba al mundo. Luego la prostituta, sin mover las piernas, irguió el torso y me dio la espalda, que para horror mío, aparecía cubierta de grandes circulos de un rojo de lacre, con los bordes empalidecidos, y entre los círculos, salpicaduras rojas que habían saltado de los mismos. Entonces advertí que todo su cuerpo estaba lleno de esas salpicaduras, que yo tenía mis pulgares, sobre el muslo, puestos en manchas de aquéllas, y que esas partículas rojas, como de un sello de lacre machacado, también cubrían mis dedos.

Retrocedí hasta una cantidad de hombres que,pegados a la pared, junto a la boca de la escalera ( por la que había cierto trasiego), parecían estar esperando. Esperaban como suelen hacerlo los hombres del campo que se reúnen el domingo por la mañana en la plaza del mercado. Por consiguiente, también era domingo. Aquí se produjo una escena cómica, cuando un hombre, a quien Max y yo teníamos motivos para temer, salió, luego subió la escalera, se me acercó y, mientras yo y Max esperábamos con miedo alguna tremenda amenaza, me hizo una pregunta de unan simplicidad ridícula. Luego yo me quedé allí, de pie, y vi con preocupación que Max se sentaba sin miedo en el suelo, en algún lugar situado a la izquierda del local, y se puso a comer una espesa sopa de patatas, de la que asomaban las patatas como grandes bolas, especialmente una de ellas. Él las aplastaba dentro de la sopa con la cuchara, tal vez con dos cucharas, o se limitaba a darles vueltas.


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